¿Un mundo posible?
Resulta sumamente sencillo encontrarse
con personajes que creen conocer las maneras exactas de resolver los llamados “problemas
del país”. De una manera simple, concreta, sin contradicciones, ellos sabrían
cómo hacerlo. Sin darle lugar a procesos revolucionarios y a sus momentos de
efervescencia ascendente y de natural amesetamiento. No, sin nada de eso.
Según estas miradas
–efectivistas, cansadas ya de tanto parloteo emancipatorio- las soluciones a
largos, históricos y premeditados procesos de fragmentación social y desunión
se encontrarían en la ejecución de los más bochornosos lugares comunes del
pensamiento que rozan lo racista y clasista (casi por su propia naturaleza), y
son simplemente un insulto a la inteligencia.
Se presenta cuanto menos
complicado proveer soluciones a problemas que se creen producto del azar o de una
simple generación espontánea. El dilema quizás comienza aquí. Es estúpido
pensar que sabremos cómo vivir en un país con “pobreza cero” cuando no
entendemos que bajo los parámetros del actual sistema la opresión es necesaria.
Una realidad esencial tanto para su funcionamiento como para que las clases
hegemónicas acaparen todo para sí mismas, sin ningún ánimo de repartir los dulces
de la piñata.
Son los parámetros de las
clases hegemónicas los que rigen el mundo y son sus construcciones de sentido
común las que imperan, delimitando por tanto las maneras de pensar y razonar de
todos. El 95% de nosotros no tiene el
gusto de pertenecer a este selecto grupo, aunque pensamos como ellos y vivimos
como lo que realmente somos: parte de la escandalosa mayoría que no es invitada
al banquete (más bien el 99% restante, me corregiría algún hermano
estadounidense indignado).
Para sostener éste estado de
las cosas se necesita de un enorme aparato (en proporciones y penetración) que
mantenga las mentes de las mayorías sedadas, sumisas y entretenidas con algunas
de las limosnas que arrojan los patrones o relajadas con la ilusión de ser
libres, cuando en realidad se es una suerte de esclavo a sueldo. A su vez las
formas en que estos sectores hegemónicos intentan plantearnos sus sentidos
comunes para que nosotros avalemos sus privilegios se transforman, a la luz de
un no-muy-iluminado-razonamiento, en algo ilógico.
En ese mundo sin razón de
ser y en donde no se cumplen ciertas
reglas básicas como que a cada acción le corresponde una reacción, la pobreza
no existiría, pero no por la implementación de políticas redistributivas de la
riqueza de corto, mediano y largo plazo o por una saludable intervención de
distintas fuerzas de la sociedad, entre ellas el “estado”, destinadas a mitigar
la opresión constante a la que vastos sectores son históricamente destinados.
La pobreza –o los pobres, mejor- simplemente desparecerán mágicamente, sin que
haya mucho más que decir. El imperio de la ley y el orden, las buenas
costumbres y la seguridad resolverá todo. ¿Cómo se lo hará? Vaya uno a saber.
Lo realmente pobre son sus
enunciados. Aquellas elites, con sus representantes televisivos, políticos y
periodísticos, promueven soluciones y fórmulas mágicas que en realidad sólo por
cuestiones histórico-cronológicas no pueden explicitar (algunos extrañarán las
épocas en que la raza o los designios divinos bastaba para justificar sus privilegiadas
realidades). Se exige “de la boca para afuera” una igualdad que
estructuralmente no sólo no desean, sino que sería contraproducente para sus
acostumbrados estándares de vida, o tergiversan conceptos como “libertad de
prensa” o “respeto a las instituciones”
(1), cuando en el fondo sólo anhelan continuar lucrando sin que algo se erija
por sobre ellos y regule las desigualdades, que algún trasnochado puede que
continúe considerando naturales.
Las lógicas de las elites son
arrogantes –ninguna novedad-, pero también infantiles e ingenuas. Creer que se
puede aprovechar el desguace de un país entero durante diez años sin sufrir las
consecuencias que esto produce en la población, es ciertamente estupidez más
que ingenuidad (2). Porque podrán sedarnos todo lo que quieran, nos podrán drogar
con espejitos de colores (en su momento eran viajes baratos a Miami o Punta del
Este y ahora podrían ser LCD o celulares), pero en algún momento, siempre, se
terminará reaccionando. Ellos quisieran pensar que no. Ellos pensarán que es
perfectamente factible un mundo basado en el individualismo por sobre el
bienestar general, en el que los privilegiados de siempre no sólo mantengan su
posición sino que cada vez acaparen más sin que nadie patalee o que, vencido y
sin esperanza, salga a robar (3).
Lo “ilógico o ingenuo” esconde cuestiones más
profundas y más complicadas de combatir. La nula disposición de las elites a
compartir parte de todo lo que acaparan no sólo responde a una actitud
codiciosa y una avaricia de la que bien nos podría hablar el derrocado
presidente de Honduras Manuel Zelaya, sino también a una creencia de
superioridad sostenida (aun hoy) por cuestiones hereditarias y raciales.
Ellos, aún, parten del supuesto
de que “nacieron para tenerlo todo”, siempre
fue así y contra el orden establecido no hay nada que nosotros podamos hacer. Aunque
la realidad indique lo contrario, y que vivir en un mundo en que se maltrata a
las enormes mayorías -esas que nacieron para no tener nada- engendre naturalmente a un Zapata, un Guevara, un
Chávez o un Evo Morales. He aquí la lógica pura.
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(1) Jean Paul Sartre declaraba que la libertad de expresión/prensa no
remite esencialmente a la libertad del comunicador a dar a conocer todos sus
pensamientos y sus reflexiones. La libertad de prensa encontraba su enfoque
central en la libertad de la gente, del pueblo, de conocer y de entender la
realidad, de ser depositario de la verdad y la justicia a través de los medios
de comunicación, para así poder tomar las decisiones correctas en su vida y
saber cuáles son y cuáles no son los mejores caminos a escoger. Será por la
perversión total de estos principios que nos encontramos en el escenario
actual, en el que un comunicador como Nelson Castro tenía por sueldo mensual
-programa radial diario de 3 horas- la exorbitante suma de 140 mil pesos. Al
ser estos empleados de empresas, se da por sentado que ciertos temas –que
podrían, porqué no, cambiar de raíz la vida de muchos- nunca podrán ser tocados
en los programas supuestamente "informativos". Con esa censura de
facto establecida -y por todos conocida- sorprende, por tanto, que justamente
los fiscales de la patria -los que se llenan la boca con los reclamos de más
"democracia", más "libertad"- sean precisamente periodistas
que tienen niveles de vida de millonarios gracias a los obscenos sueldos que
cobran de empresas privadas. Ahí hay algo que claramente no cierra, al decir de
Quique Pesoa. Se puede argumentar que nada tiene de malo el hecho de que ganen
un buen dineral por su profesión, y que cuiden su bolsillo como cualquier otro
mortal. Pero resulta, y de nuevo con Quique, que los medios no son fábricas de
bulones. Los medios de comunicación son inevitablemente generadores y
transformadores de pensamientos. El que existan periodistas endiosados y respetados,
que dan una imagen impoluta de "objetividad e independencia" -falacia
total-, y a la vez sean decididamente millonarios que les deben sus fortunas al
dinero de corporaciones privadas, dejaría aunque sea una sola sensación: ahí
hay algo que definitivamente no nos tiene que cerrar.
(2) El asunto básicamente remite a la incoherencia que implica sostener
prácticas que terminan exprimiendo al pueblo hasta límites insospechados, y
para colmo pretender que este jamás reaccione. Marcar esta contradicción
supongo que es una obligación de quien aspira a defender lo que es justo, y
tiene tanto sentido hoy, en 2012, como ayer, en 1967 y de la mano de Arturo
Jauretche: "Europeizados totalmente
con un minucioso desarraigo de parvenus en el lenguaje, en los modos y en las
ideas fundamentales, ejecutores, tal vez sin percibirlo porque es la
consecuencia inevitable de su liberalismo internacionalista, se vuelven contra
el gringo y el meteco, que son instrumentos también inevitables de la ejecución
de su política y de su propio enriquecimiento que les permite vivir a nivel y
estilo europeo. "Quieren la chancha, los 20 y la máquina de hacer
chorizos" y producen ese híbrido que es liberal en lo que llaman progreso,
pero que es reaccionario en cuanto perciben los efectos sociales del
mismo..."
(3) Conviene aclarar, con Camilo Blajaquis, que
existen muchas formas de encarar la temática del “robo”. Que una, la más próxima,
“callejera” y en términos cuantitativos la de menor incidencia en la vida del
pueblo, sea a su vez impuesta como la única -estructuralmente más importante y
peligrosa- a través de la magnificación de la que hacen uso los medios de
comunicación masivos en su carácter de defensores del status quo, responde a un
intento de ordenar el pensamiento de la población. Eduardo Galeano se encarga de aclarar
decisivamente la cuestión. “Se castiga
abajo lo que se recompensa arriba. El robo chico es delito contra la propiedad;
el robo grande es derecho de los propietarios. Los robos mayores pertenecen al
orden de los vicios aceptados por costumbre”. Es decir que el robo del
pobre que roba –presentado como el único posible y existente y ante el cual
vale casi cualquiera solución “definitiva” por su carácter de supremo mal de la nación- es satanizado,
para así poder absolver a la sociedad que
los genera. ¿Por qué no presentar como lo que realmente es -un robo de
dimensiones inauditas- los “recortes” en miles de millones de euros en salud y
educación pública de los que son víctimas las poblaciones de varios países
europeos y que afectan crucialmente la vida de millones de seres humanos?
Escrito por Santiago Grandi
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